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Calígine

Una fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques…

Que libro estúpido. ¿A quien se le ocurre, realmente, empezar así su cuento? No puedo creer que esta sea mi única distracción en el largo camino que me queda hasta ella. Podría hablar con el taxista, es verdad, podríamos discutir sobre su vida, sobre como las condiciones económicas lo dejaron fuera del sistema, sobre la muerte de alguno de sus familiares o simplemente del clima. Pero no. Prefiero leer este libro cursi, aburrido, antes que escuchar la trágica y repetida historia del conductor de boina pelada. Mejor me apuro, mejor me escondo atrás de estas tapas empalagosas antes que comience su relato. Mejor así.

…Sus crines se rebelaban contra el viento, moviéndose con bailes propios, mientras galopaba con apuro aquel bosque atravesado por la fría neblina que llegaba desde la bahía. Su jinete, un alto, robusto, estoico caballero, sabía que debía apurarse: de no hacerlo, todo su esfuerzo habría sido en vano. Clavó sus espuelas en el costado del animal que siempre lo había acompañado y aceleró la marcha, preocupado por las consecuencias que podría acarrear su lentitud. Galopaba, corría, tan rápido como lo que el exhausto caballo era capaz de hacerlo. Miraba, cada tanto, hacia atrás, esperando haberlos perdido. Sabía que quienes habían querido emboscarlo no desistirían fácilmente; sabía que harían todo lo posible para atraparlo. Después de todo, era el Príncipe, el Heredero al Trono, el que algún día gobernaría con mano de Rey esas tierras, esos bosques que hoy se apuraba por galopar…

Lo cierro. No puedo seguir, no puedo soportar este libro. Es un insulto. La boina comienza a girar y la desgastada boca a masticar oraciones: tengo que volver a esconderme.

…Tenía razón en apurarse. Los cinco bandidos que habían querido emboscarlo praderas atrás aún no desistían a su importante búsqueda. No porque no quisieran, por supuesto, simplemente no podían: los Caballeros Oscuros no los habían contratado para darse por vencidos. Lo habían hecho para atrapar al Príncipe, a ese horrible Príncipe, que pretendía un futuro conveniente para todos, menos para quienes sabían aprovecharse de los más débiles. No permitirían que sucediera, nunca. Atraparían al Príncipe, lo llevarían al castillo de los Caballeros Oscuros, lo atarían a una piedra de respetable tamaño y lo tirarían en el risco más adecuado. Era un plan perfecto, infalible, o al menos eso creían. Su supuestamente horrible Príncipe se había adelantado a la emboscada gracias a una de sus decenas de admiradoras. Salieron a su persecución apenas se enteraron que los había engañado, pero ya era tarde, ya cabalgaba en su caballo de crines rebeldes atravesando los bosques inundados por la fría neblina que llegaba desde la bahía...

¡Basta! ¡Es demasiado! Cierro el libro con una mano y lo tiro en el asiento vacío con la otra. La boina, aprovechando su oportunidad, mueve la cabeza con lentitud, sonriendo y sudando, y pregunta: ¿Qué opina de la historia? ¿Vale la pena? Miro hacia afuera, intentando evitar una conversación inútil; es en vano. Entusiasmado, empieza: escribir un libro había sido uno de mis sueños pendientes. Intenté, por años, con cuentos, historias, relatos fantásticos, novelas inconclusas. Pero nada. Nadie reconocía mi estilo inigualable, mi manejo del lenguaje, mis recursos innovadores. Nadie estaba dispuesto a aceptar que yo, un taxista, podía crear como los mejores. Hasta que escribí la historia que tiene en su asiento vacío. Hoy nadie duda que es una de las joyas de la literatura universal, plagada de todo lo necesario para vender millones: ilustrada con descripciones exactas, adornada con personajes profundos, queribles. De todo lo que diferencia a los escritores mediocres de nosotros, los que realmente sabemos escribir, los que publicamos, los que vendemos. No hace falta que me responda, no hace falta que me elogie como todos los editores que se pelearon por publicar mi historia. Ya conozco su respuesta. Se la agradezco.

Me quedo callado, quieto, boquiabierto. No puedo creer que el autor de ese libro, de aquél estúpido libro, sea el mismo taxista que con su boina pelada está acercándome a ella. Es imposible. No puede ser que sea el mismo que ahora sonríe, mirando de reojo, lleno de orgullo, manejando. No puede suceder justo hoy. Parece irónico. Comparo el nombre del lomo con el impreso en la identificación del conductor: es.

No, no voy a responderle, voy a hacerle caso, voy a dejar que piense que su libro es una de las joyas de la literatura universal. No, no voy a hacerle saber la envidia que me invade, las ansias de que sea mi nombre y no el suyo el que aparece en el lomo. No, no voy a contarle que yo también intenté -que yo también intento- con cuentos, historias, relatos fantásticos, novelas inconclusas. No, tampoco que nadie reconoce mi estilo inigualable, mi manejo del lenguaje, mis recursos innovadores. No, no voy a admitir que mi sueño es el suyo. No, nunca. Basta. Ya no hace falta, ya llegué, ya casi puedo entregarme a ella.

Miasma

Recuerdo el horror, el olor de ese pueblo, ahora atrás, que me obligó a mudarme, a escaparme. En un principio no noté nada extraño: gente normal, calles normales, casas normales. Todo en orden. A los pocos días me sorprendió un olor desagradable, ácido, que me acompañó por horas. Empeoró, semanas después, hasta tornarse en un hedor insoportable: agrio, fétido, asqueroso, que envolvió mi casa hasta proclamársela suya.

Las primeras veces no fueron tan graves. Algunos inciensos encendidos y flores puestas, plantadas y olidas bastaban para camuflar el desagradable aroma que comenzaba a perturbarme. Pronto todo esfuerzo fue en vano: el hedor fue agravándose hasta el punto de provocarme nauseas y, muchas veces, la clase de trastornos estomacales que estas suelen conllevar. Intenté encontrar la razón por la que había aparecido en mi casa: busqué, asco mediante, los lugares en que más se concentraba. Examiné detenidamente el pequeño jardín, los cuartos, el techo e incluso casas vecinas sin saber realmente que hacer si encontraba la fuente de mi tormento. Días de búsqueda inútiles me obligaron a atribuir el hedor al pueblo mismo y no a mi casa y sus terrenos adyacentes.

Me encerré, intentando aislarme del hedor y de las horribles personas que habitaban ese asqueroso pueblo. Cerré, trabé y soldé todas las ventanas, puertas y aberturas que permitieran su paso. Compré, en unas pocas salidas al mercado, lo necesario para sobrevivir el tiempo que hiciera falta. Me atrincheré, convencido que no podría durar para siempre, que tarde o temprano el hedor cesaría, que alguna vez me dejaría tranquilo. No lo hizo. Se filtró por las ventanas, puertas y aberturas soldadas. Comenzó a devorarlo todo. Me permitió, al menos por un tiempo, refugiarme en un cuarto, el de servicio, que estaba bastante alejado del resto de la casa. Sobreviví así, solo, entreteniéndome con las herramientas de jardinería que me habían confiado los dueños anteriores. Pensé, repetidas veces, en usarlas para terminar mi suplicio, en afilar sus hojas con mis muñecas. Lo intenté, incluso, sólo para descubrir por que este tipo de herramientas no son populares entre la gran mayoría de los suicidas. Finalmente, él decidió que mi estadía no le era conveniente. No pude más que aceptar.

Decidir que lugar se transformaría en mi nuevo hogar no fue tarea fácil. No porque las ofertas fueran tentadoras, tampoco porque tuviera muchas opciones diferentes de las cuales elegir. Nada de eso. ¿Cómo saber donde mudarme si cada pueblo que visitaba parecía idéntico al anterior? Grises, detenidos en el tiempo, infestados de bicicletas y autos que deberían haber dejado de funcionar décadas atrás. Llenos de casas y personas viejas, derruidas, intentando sobrevivir a los recuerdos de sus antiguos habitantes. ¿Cómo elegir? ¿Cómo saber, realmente, si el nuevo no tendrá un hedor propio? ¿Cómo evitar su presencia?

La cara de la única moneda en mi bolsillo decidió que éste sería mi nuevo refugio. No traje nada conmigo: él no me lo permitió. No me importa, realmente. Todo lo que quería era escapar de ese hedor que se apoderó de mi casa, de mi vida. De él. Al menos no pudo impregnarme para siempre, pienso, acostado en el piso, rodeado por algunas paredes, sus pocos enchufes y los muebles que heredé por descarte de los dueños anteriores. Te gané, estúpido, no me alcanzaste. Acá no vas a poder entrar. Gané. Sonrío, un poco, antes de quedar dormido, antes de soñar con las nauseas que creía olvidadas.

Duermo tranquilo, algunos días, cada vez menos preocupado por los posibles olores del pueblo. Vivo tranquilo, sin mucho para hacer, sin demasiadas preocupaciones; después de todo, refugiarme de él ocupaba la gran mayoría de mi tiempo. Disfruto hasta que me invade otra vez: su mismo olor, su mismo hedor aparece en mi casa. En la nueva, en la que no podía aparecer. Lo hace, con la misma intensidad, igual de agrio, igual de repugnante. No puedo entenderlo. Se suponía que aquí estaría a salvo, que viviría tranquilo después de meses de tortura fétida. Que aquí él no llegaría. Supuse mal.

No esperé que el olor volviera a echarme. Me mudé, me escapé, apenas sentí su presencia, al pueblo que la moneda supo indicarme. De todas formas, conseguir un nuevo hogar nunca me ha sido difícil. Basta con mover los cuerpos de sus dueños anteriores a un lugar donde no estorben y hacerme cargo de las cosas que olviden llevar consigo.